A comienzos de la década de los sesenta del pasado siglo se vendieron buena parte de las obras del hasta entonces rico patrimonio artístico que atesoraba nuestra parroquia-santuario en lo que supuso para muchos uno de los episodios más tristes de la historia reciente de Cabra. Todo ello está perfectamente explicado en el último libro que sobre nuestro pueblo escribió el profesor Lázaro Gila Medina[1], así que no entraré en más detalles, aunque sí dedicaré este post a relatar una experiencia personal y a ofrecer mi interpretación sobre lo sucedido con dos de aquellos cuadros, concretamente los de San Francisco Javier y San Ignacio de Loyola, que hoy día están en la iglesia de los Sagrados Corazones de la ciudad de Granada.
En 2010, cuando preparábamos la edición del número 7 de la revista Contraluz nos llegó un interesante trabajo del entrañable Juan Cózar Castañar que trataba sobre la figura de Diego Luís de Sanvítores, un jesuita (beatificado) que encontró el martirio en la isla de Guam y que tuvo fuertes vínculos con Cabra. Como miembros del Consejo de Redacción estuvimos consultando alguna de la bibliografía citada, encontrando para nuestra sorpresa un interesantísimo dato que venía a fortalecer esos estrechos vínculos que unieron al Beato con nuestra localidad. Concretamente en el libro titulado “La vida y Martirio del Venerable P. Diego Luís de Sanvítores, de la Compañía de Jesús. Primer Apóstol de las islas Marianas”, donde su autor describe el viaje que el Beato realiza desde Alcalá de Henares hasta Cádiz -donde embarcó para Indias-, pasando por Toledo, donde visitó a Baltasar Moscoso y Sandoval –quien por entonces era Arzobispo de esta ciudad-, y por Cabra, donde residía su hermano José, el entonces Vizconde de esta Villa.
Hizo su viaje por la villa de Cabra del Santo Cristo (antes llamada Cabrilla), por mandarle los superiores que fuese a despedirse de su hermano, Vizconde de aquella Villa, y él fue con menos repugnancia, que siempre la tenía para el trato de sus parientes, por visitar aquel Santo Crucifixo, antigua devoción suya y de su Casa, copia muy al vivo del Santo Cristo de Burgos, que hizo sacar su padre con muchas dificultades, y no menos providencias, del original que en Burgos se venera; y los milagros que hizo la santa imagen pasando por esta villa, para Guadix donde la enbiava don Gerónimo, por haverle hecho Corregidor de aquella Ciudad, hizo que se la hurtasen los vecinos; mejor diré se hurtó ella misma, dando después en alguna recompensa la misma Villa, que concedió el Rey a don Joseph Sanvítores , hijo de don Gerónimo y hermano de nuestro Martyr, con título de Vizconde. Aplicó ahora el siervo de dios cien pesos, que para el viaje le había dado el Señor Cardenal de Toledo, para que se pusiesen, como hoy están, dos quadros, uno de San Ignacio y otro de San Francisco Xavier.
El padre Sanvítores había dedicado a comprar aquellos dos cuadros el dinero que «para el viaje» le había dado Baltasar Moscoso y Sandoval, quien fuera obispo de Jaén y ya en aquel momento arzobispo de Toledo, un personaje que pasó a la historia local por co-protagonizar las negociaciones para que el lienzo del Cristo de Burgos quedara en nuestro pueblo. Entendimos que se trataba de dos de los cuadros que en 1961 fueron vendidos por el entonces párroco, don Antonio Alonso, para sofocar la maltrecha economía que por entonces soportaba la parroquia de Cabra del Santo Cristo, concretamente los que hoy están en la parroquia de los Sagrados Corazones de la Gran Vía granadina.
Valoramos la posibilidad de sugerir a Juan Cózar que incluyera esta averiguación en su artículo, aunque pensamos que, dada su condición de sacerdote, muy bien podría haberse sentido comprometido. Tampoco podíamos obviar el asunto. Nuestro compromiso con la cultura local y nuestra conciencia de cabrileños no lo permitirían, así que nos desplazamos a Granada y nos presentamos en la conserjería de la parroquia del Sagrado Corazón con la intención de fotografiarlos. Durante más de media hora explicamos el motivo de nuestro desplazamiento y ofrecimos una petición razonada para que nos lo permitieran, aunque ese esfuerzo resultó infructuoso, de manera que después de varios paréntesis en los que, suponemos que el conserje debió hablar con los responsables mientras nosotros esperábamos en la calle, se nos dijo que no abrirían el templo, intentando explicarnos sin que nosotros le pidiéramos justificación alguna el motivo por el que esos cuadros estaban allí.
En principio, nuestra intención era solamente contar con una imagen que sirviera para relatar a nuestros paisanos ese triste episodio de nuestra historia, así que tomamos la determinación de esperar a que comenzara la próxima misa para intentar fotografiar aquellos cuadros. Y así lo hicimos. Luego lo publicamos en un breve artículo que salió en aquel número de Contraluz donde se relataba más o menos lo sucedido. Un texto que terminaba apelando al trabajo desde nuestra Asociación para ahondar en el estudio y difusión, también de este patrimonio perdido.
Entre las explicaciones que nos dio aquel conserje, efectivamente nos habló de que los cuadros estaban allí porque habían sido un regalo de Sor Cristina de Arteaga, la persona que se encargó de dignificar el convento de San Jerónimo de Granada y que encontró buena parte de las obras en nuestro pueblo. Sin duda se trataba de un regalo que si algo ponía de manifiesto era el aprecio y estima que tenía la religiosa hacia la Compañía de Jesús. Hasta el punto de obsequiarles con dos de las mejores obras recién adquiridas.
Analizando los hechos con perspectiva estoy convencido de que hoy sería impensable que se produjera un episodio como éste. Es más, tampoco debió resultar fácil que ocurriera en aquel momento, pues como el mismo Lázaro Gila nos relata, Sor Cristina de Arteaga se cuidó de buscarlas en un lugar donde no se levantara mucha polvareda, así que buscó entre las diócesis vecinas. Además, el profesor Gila Medina asegura que aquella venta se produjo sin ningún permiso del obispado, pero lo cierto es que se terminó silenciando. ¿Cuál sería el motivo?
A poco que indaguemos en el caso entenderemos algunas cosas, pues Sor Cristina de Arteaga era, además de una religiosa de gran talla intelectual y muy entendida en arte, la hija de Joaquín de Arteaga y Echagüe, duque del Infantado y XVIII marqués de Santillana. Un influyente personaje perteneciente a la nobleza guipuzcoana, de sólida formación jesuítica, que fue diputado y senador durante el reinado de Alfonso XIII, con quien debió tener una relación cercana, hasta el punto de que nuestra protagonista fue su ahijada y por eso recibió el nombre de la reina Maria Cristina. Afecto al Régimen, fue procurador en cortes durante la primera legislatura (1943-1946), cuando los nacional-sindicalistas de la Falange comenzaron a perder influencia en favor de aquel nacional-catolicismo de “Patria y Religión” que dominó la escena política hasta que a finales de la década de los cincuenta llegaron los tecnócratas.
Entre las muchas propiedades del duque se encontraba el granadino Carmen de Los Mártires, que adquirió en 1930 y que terminó heredando Sor Cristina de Arteaga, quien parece que intentó fundar un convento en tan emblemático lugar, idea no muy bien recibida entre la sociedad granadina. Finalmente, a finales de 1957 lo cede a la ciudad de Granada por un precio de once millones de pesetas y el Real Monasterio de San Jerónimo, que hasta entonces había albergado la sede del cuartel de caballería. Con ese dinero acomete la rehabilitación del monasterio, dirigiendo los trabajos Antonio Dalmases Mejías, quien a la postre también negoció la compra, entre otras, de las obras de nuestra parroquia.

Placa del monasterio de San Jerónimo que alude al «sacrificio» de los Mártires para restaurar el monasterio que habría de alojar a la comunidad de monjas Jerónimas
Por otra parte, fue a finales de los cincuenta cuando comenzó a gestarse el Concilio Vaticano II, el momento en que la disciplina eclesiástica se intenta adaptar a las necesidades y métodos de los nuevos tiempos. Unas nuevas ideas que impregnaron el comportamiento de una parte de aquel clero que no dudaba en anteponer la vida pastoral, incluso a la salvaguarda del patrimonio. Ejemplos no faltaron y lo sucedido en nuestro pueblo resulta un claro exponente.
Se puede decir que se desencadenó la tormenta perfecta y así, más o menos se dieron las circunstancias por las que terminamos perdiendo este patrimonio que hasta entonces, durante más de 300 años había permanecido entre nosotros, superando capítulos tan dramáticos como las Guerras de la Independencia o la Civil, pero que sucumbieron ante una operación mercantil. Un episodio protagonizado por unos personajes con unas realidades muy diferentes; una culta religiosa de honda raigambre aristocrática y un cura de pueblo. Ambos, seguramente guiados por las más nobles intenciones… La primera, en proceso de canonización, utilizó buena parte de su patrimonio y empleó su conocimiento en la adquisición de obras de arte para «su convento», lo que le valió, entre otras cosas el reconocimiento de las autoridades granadinas cuando en 1968 la nombraron hija adoptiva y le dieron la medalla de oro de la ciudad, mientras nuestro segundo personaje trató de cumplir con su labor pastoral de la mejor manera que entendió, dejando un grato recuerdo entre muchos cabrileños, aunque mucho me temo que no será ese el principal motivo por el que pase a la historia.
Resulta inevitable preguntarse qué habría pasado si nuestros protagonistas hubieran conocido la razón por la que aquellos cuadros estaban en nuestra parroquia, una cuestión tras la que no cabe otra deducción de que aquello fue un aciago e inoportuno episodio marcado por la mala fortuna, pues seguramente, de haberlo sabido, tratándose de personas con firmes convicciones religiosas habrían respetado la memoria de aquel jesuita, hoy beatificado, que con este legado quiso perpetuar su memoria y su devoción en el pueblo al que se sentía tan vinculado.
[1] GILA MEDINA, Lázaro. Cabra del Santo Cristo (Jaén). Arte, Historia y el Cristo de Burgos. Arte Impresores, S.l. MAracena (Granada), 2002. Pp. 139-145.